"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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LA HISTORIA DEL PÁJARO QUE HABLA

LA HISTORIA DEL PÁJARO QUE HABLA, EL ÁRBOL QUE CANTA Y EL AGUA DE ORO, O EL CUENTO DE LOS TRES HIJOS DEL SULTÁN © Jordi Sierra i Fabra 2005 (versión libre de un cuento de “Las Mil y Una Noches”) En cierta ocasión, un príncipe persa llamado Koruscha deambulaba de incógnito por las calles de su capital en compañía de su gran visir, cuando escuchó a tres hermanas hablando de su futuro. —Me gustaría casarme con el panadero del sultán —decía la mayor—, para comer siempre esa delicia de pan que él elabora. —Pues a mí me gustaría ser la esposa del cocinero mayor —aseguró la mediana—, para degustar siempre sus fantásticos guisos. —Yo en cambio desearía casarme con el propio sultán —suspiró la menor—, porque no veo la razón de ser modesta en dicha empresa. Al día siguiente el soberano las hizo llamar y, para su sorpresa, les concedió sus tres sueños: casó a la mayor con su panadero, a la mediana con su cocinero y se reservó a la más pequeña para sí mismo, prendado de todas formas de su belleza. Como las bodas de las dos hermanas fueron sencillas, y la de la esposa del sultán propia de los fastos que requería el enlace, los celos y la envidia se adueñaron de los corazones de las mayores. Y se hicieron más intensos con el paso de los meses. El día que nació el primer hijo de la sultana, las dos hermanas se apoderaron del pequeño y lo arrojaron a las aguas del canal que pasaba por los jardines de palacio. Luego le dijeron al sultán Koruscha que su hermana había alumbrado a un monstruo. Eso lo sumió en la tristeza, más se resignó a la evidencia por devoción a su amada. Mientras tanto, la cesta que mantenía a flote al príncipe fue recogida por el intendente real, que llevó al niño a su esposa, mujer estéril, que lo recibió como un regalo del cielo. Al año siguiente, la sultana alumbró un segundo príncipe, y de nuevo sus hermanas se lo arrebataron y lo dejaron en una cesta sobre las aguas del canal, diciéndole al sultán que en esta oportunidad la criatura nacida era un gato. El dolor de Koruscha fue tremendo, pero siguió amando a su joven esposa y confiando en una mejor suerte futura. Aquel niño, como su hermano, fue recogido también por el intendente, que lo adoptó como suyo. Meses más tarde, la sultana dio a luz a una preciosa princesa, que no corrió mejor suerte que la de sus hermanos. Las hermanas mayores de la esposa del sultán la colocaron en otra cesta que fue a parar también a la ribera de la casa del intendente real, mientras que al sultán le informaban de que el alumbramiento había sido el de otra monstruosa criatura. Ya no pudo resistirlo Koruscha. No tuvo más remedio que repudiar a su mujer y disponerse a vivir sin su amor y condenado a la más espantosa de las soledades. Todo lo contrario que su intendente, feliz con su numerosa familia, ya que los dos niños y la niña recogidos del canal pronto destacaron tanto por su belleza como por su inteligencia, siendo acreedores de las mejores atenciones por parte de sus maestros y educadores. A la sazón, sus nombres eran Baman, Perviz y Parizada. La esposa del intendente fue la primera en morir, años después, a causa de una enfermedad que le arrebató la vida rápidamente, y a los pocos meses lo hizo él, dejando a los tres jóvenes huérfanos pero perfectamente acomodados y sin privaciones económicas. Una tarde en que Parizada estaba sola en casa, pues sus hermanos Baman y Perviz se hallaban de caza, llamó a su puerta una peregrina en demanda de agua y descanso para sus pies. Parizada la recibió con bondad, cediéndole el mejor asiento y regalándola con la mejor comida, movida por la ternura e inocencia que la caracterizaban. La peregrina alabó sus dotes y sus dones, y también la maravillosa casa en la que se encontraba, hablando de esta forma: —Os juro, mi señora, que hacía años que no me sentía tan bien atendida y en un lugar más confortable. Tenéis una casa preciosa que roza la perfección y a la que sólo faltarían tres cosas para alcanzarla. —¿Y cuáles son esas tres cosas? —se asombró la muchacha. —El pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro —le respondió la mujer. —¿Acaso existen tales maravillas? —Muy ciertamente —asintió la peregrina—. Aunque están en los confines del reino, no tendríais más que seguir el camino que pasa por delante de vuestra puerta durante veinte días, al término de los cuales la primera persona con la que os encontraseis os diría el exacto lugar en el que se hallan las tres perfecciones de que os he hablado. Por la noche, cuando sus hermanos llegaron a casa, Parizada les refirió la conversación con la peregrina. Tal fue el entusiasmo de sus descripción que, al instante, Baman se aprestó a ir en busca del pájaro, el árbol y el agua. Nada le disuadió y al amanecer se dispuso a emprender el camino. Antes de hacerlo entregó a Perviz y a Parizada un cuchillo y su empuñadura. —Extraed cada día este cuchillo de su vaina —les dijo—. Si la hoja permanece brillante, es que sigo vivo. Si por el contrario se empaña y gotea sangre… rezad por mí, pues será que he fracasado en mi empeño. Partió el principe Baman por el camino, y a los veinte días de haberlo iniciado se encontró a un hombre sentado sobre una piedra. Era el primero que veía en muchos días, así que dedujo que las palabras de la peregrina eran tan ciertas como que él iba a decirle donde se encontraban el pájaro hablador, el árbol cantante y el agua de oro. Nada más preguntarle, el semblante del hombre se demudó. —Señor —dijo temblando—, conozco el camino que me solicitáis, y temo en verdad daros respuesta, pues otros muchos valerosos caballeros han intentado llegar hasta esas tres maravillas y ninguno ha regresado para contarlo. Por favor, regresad a casa y olvidaos de ello. Insistió Baman, asegurando que no tenía miedo, y fue tal su terquedad que acabó convenciendo a su informante, el cual, resignado, le entregó una bola que extrajo de uno de sus bolsillos. —Tomad esta bola, seguid por este sendero y arrojadla al suelo. Ella os conducirá hasta la falda de un monte. Bajad entonces del caballo y subid por él. Veréis piedras negras a ambos lados. Son los caballeros que lo intentaron antes que vos. Las piedras os insultarán, os infundirán terror, tratarán de llevar el pánico a vuestro corazón. No os asustéis ni miréis atrás, pues si lo hacéis… quedaréis también convertido en una piedra negra. Si llegáis a lo alto del monte hallaréis la jaula del pájaro que habla y él os dirá también donde están el árbol que canta y el agua de oro. Hizo Baman lo que le decía el hombre. Subió a caballo, se internó por el sendero, arrojó la bola, que se puso a rodar de inmediato, y cuando ésta se detuvo lo hizo él. Nada más poner pie en tierra inició la ascensión del monte, y al poco llegó hasta las primeras piedras negras. Entonces, las más cavernosas y horripilantes voces lo asaltaron. —¿Dónde vas, insensato? —¡Vas a morir, imprudente! —¡Detente o saltaremos sobre ti! Le llamaron asesino, ladrón, se burlaron de él, le hicieron temblar de tal forma que en un punto de la ascensión Baman sintió que las fuerzas lo abandonaban. Se arrodilló, quiso mirar hacia atrás para no caer… y entonces se convirtió en una piedra negra, lo mismo que su caballo. Aquella noche, cuando Perviz y Parizada sacaron el cuchillo de su vaina y lo vieron sangrar, supieron que su hermano había sucumbido a su aventura. Por la mañana, Perviz le dijo a su hermana: —Voy en busca de Baman. No puedo soportar quedarme aquí sin hacer nada pensando que tal vez esté en peligro. Nada que pudiera decir Parizada iba a cambiar su voluntad. El principe Perviz le entregó entonces un collar con cien perlas y le dijo: —Repasa cada noche las cuentas de este collar. Si un día no puedes moverlas, como si en el hilo hubiera un nudo o estuvieran pegadas unas a otras, es que he corrido la misma suerte que Baman. Marchó Perviz a caballo dejando sola a su hermana, y durante veinte días mantuvo la marcha hasta encontrar al mismo hombre sentado sobre una piedra que había hallado en su momento Baman. Se repitió la escena ya sabida, la súplica de Perviz, el miedo del hombre y poco más. Perviz arrojó la bola, subió al monte, resistió cuánto pudo las amenazas de las voces… y sucumbió asustado al mirar atrás una simple fracción de segundo. Aquella noche, las perlas del collar no pudieron moverse y supo Parizada que Perviz había corrido la misma suerte que Baman. Al amanecer fue ella la que se puso en camino, dispuesta a rescatarlos, pues sin ellos se sentía perdida en el mundo. Veinte días después, se encontró al hombre que trató de disuadirla y acabó haciéndole las mismas recomendaciones que a Baman y Perviz. Para su sorpresa, Parizada no demostró tener miedo alguno, al contrario, acabó sonriendo ante el desconcierto de su informante. —Loca, la pobrecilla, ¡loca! —suspiró al verla marchar. Parizada siguió el rodar de la bola, descendió de su caballo e inició la subida al monte. Las piedras negras pronto se cebaron en su persona: —¡Una mujer! ¿Qué te has creído, estúpida? —¡Te cortaremos la cabeza y jugaremos con ella! —¡Un paso más y morirás de dolor! Entonces la muchacha se detuvo y se colocó en ambos oídos sendos tapones hechos con algodón. Ya no escuchó nada hasta coronar la cima del monte y ver allí la jaula del pájaro hablador, momento en que se quitó los tapones. —Señora, os juro fidelidad —dijo el pájaro rendido a su conquista. —Dime dónde están el árbol que canta y el agua de oro. —En este bosque —indicó el pájaro a su espalda—. Os bastará con tomar un poco de líquido del estanque con un frasco y cortar una rama de cualquier árbol que deberéis plantar en vuestro jardín. Hizo lo que le decía el pájaro y tras sostener la jaula con una mano le hizo la última pregunta: —No me iré de aquí sin liberar a mis hermanos. —No tenéis más que verter un poco de agua sobre cada piedra negra y los encantados volverán a la vida, mi señora. De nuevo hizo Parizada lo que le decía el pájaro, y uno a uno los caballeros volvieron a ser humanos a medida que ella iba vertiendo unas gotas de agua sobre cada piedra. Al recobrar la existencia Baman y Perviz, y ver el éxito de su hermana, lo celebraron con grandes muestras de alborozo, lo mismo que el resto de hombres de todas las edades vencidos antes por aquel mágico influjo. Se puso en marcha la comitiva, descubriendo junto a la piedra en la que había estado sentado el cuerpo sin vida del hombre que a todos había guiado en la acometida final de su empeño. Luego, cada cuál se encaminó rumbo a su casa y los tres hermanos regresaron a la suya. Una vez en ella Parizada colocó la jaula en el jardín y apenas comenzó el pájaro a cantar cuando miles de ruiseñores, alondras, mirlos, pinzones y otras especies llegaron para hacerle coro. Sucedió lo mismo con la rama del árbol, que creció en pocos días y diseminó una melodiosa armonía a su alrededor, igual que si allí hubiese un coro celestial. Por último, una vez construida la fuente que emplazaron también en el jardín, Parizada vertió el frasco con el agua de oro, que la llenó al instante hasta coronar un hermoso surtidor de varios metros de altura que arrancaba brillos dorados del propio sol. Esto habría sido todo, de no ser porque el destino tenía reservado a los tres hermanos una última sorpresa. Un día que Baman y Perviz estaban cazando, fueron sorprendidos por el mismísimo sultán. Koruscha quedó impresionado por los dos muchachos, y también por su valor. Los invitó a acompañarlo y días después, falto de hijos a los que amar, les propuso que se fueran a vivir con él a palacio. Baman y Perviz le respondieron que lo harían, siempre y cuando Parizada los acompañara. El sultán les dijo que iría a cenar a su casa por la noche, y que entonces hablaría con la muchacha. Cuando Baman y Perviz informaron de la visita del sultán a Parizada, esta fue a ver al pájaro hablador para preguntarle qué podía ser más grato al buen gusto y mejor paladar de Koruscha. —Preparadle una fuente de pepinos rellenos con perlas —dijo el pájaro. No era más extravagante el plato que el relleno, sobre todo porque los tres hermanos no eran tan ricos como para tener tantas perlas. —Cavad en el extremo del jardín y las encontraréis. Obedecieron al pájaro y, en efecto, hallaron un cofre lleno de perlas en aquel lugar. Pero sin apenas tiempo para celebrarlo, pues se acercaba la hora de la cena, se apresuraron en condimentar aquel extraordinario plato. Cuando llegó Koruscha de lo primero que se maravilló fue de la fuente con el agua de oro, y a continuación de la mágica melodía que susurraban las ramas del árbol. Se sintió en el paraíso. Finalmente, al sentarse a la mesa y ver los pepinos rellenos de perlas… —¿Pero qué es esto? —se asombró el sultán. Y entonces todos escucharon la voz del pájaro diciendo: —¿Os asombráis de este plato, mi buen soberano, y no lo hicisteis cuando dos perversas hermanas os confundieron mintiendo sobre los alumbramientos de vuestra esposa? ¡Sabed que estos son vuestros hijos y que es hora de que se haga justicia! Se abrazaron el padre y sus tres hijos al descubrir la verdad de sus vidas, y aquella misma noche fue devuelta a palacio la sultana, para completar la felicidad con su presencia y reunirse todos ante su nuevo futuro, mientras sus dos envidiosas hermanas eran sentenciadas por las malas artes de su perversidad.

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